Capítulo 12

Por un momento, un miedo supersticioso dejó helado a Ragnar ¿Habrían vuelto de sus tumbas para apoderarse de las almas de sus conquistadores? ¿Qué clase de magia negra podía conseguir eso?
Cuando prestó más atención vio a un joven de facciones toscas, que daba un hachazo al padre de Otik. El anciano parecía aún aturdido por la cerveza y sorprendido, se llevó las manos al estómago, tratando de contener el manojo de tripas que se le salía.

- ¡Esto es un ataque! – gritó Ragnar, empujando a Madai hacia las sombras -. Es una incursión.

En su corazón, sabía que no era una simple incursión. A juzgar por la cantidad de guerreros que había y por los gritos que se empezaban a oír por todas partes, era una invasión en toda regla que trataba de esclavizar o destruir a su gente. Lanzó una maldición, sabedor de que el ataque había llegado en el peor momento posible, cuando todos los guerreros estaban borrachos o bailando. Y no cabía echarle la culpa a nadie, era su propia culpa. Tendrían que haber apostado centinelas y haber estado preparados, pero no lo habían hecho. Los largos años de paz los habían sumido en una falsa sensación de seguridad que ningún hombre podía permitirse. Y ahora estaban pagando por ello.
La rabia y la desesperación se turnaban en el corazón de Ragnar. Durante unos interminables minutos estuvo paralizado, consciente de que no había esperanza. Más de la mitad de los habitantes de la aldea ya estaban muertos o agonizantes, aplastados como huesos podridos por los brutales invasores. Los atacantes eran expertos, iban bien equipados, guardaban la formación y luchaban con terrible fuerza y voluntariosa disciplina. Los Grimfang ni si quiera estaban armados, todos confundidos, desorganizados e incapaces de hacer nada que no fuese dejarse cortar como pollos en una matanza.
De pronto, Ragnar supo que el destino de los Grimfang estaba echado.

- ¡Atrás! – gritó Ragnar, empujando a Madai dentro de la cabaña más próxima.

Sabía que esta poco podría protegerlos, pues muy pronto los atacantes prenderían fuego a toda la aldea. Sin embargo, necesitaba tiempo para pensar, y no tenía la menos duda de que dentro habría armas mejores que la daga que llevaba en el cinturón.
Sin entender muy bien lo que estaba pasando, Madai se resistió, pero él era más fuerte y la retuvo dentro de la vivienda al tiempo que le tapaba la boca con la mano.

- ¡Quédate quieta si valoras en algo tu vida! – le dijo con decisión, y vio como en sus ojos aparecía un asentimiento aterrorizado, seguido rápidamente por una resolución firme.

Era una auténtica mujer de su pueblo, como pudo comprobar Ragnar.
Los lamentos y los gritos de guerra llenaban la noche, apenas amortiguados por las paredes de las tiendas de piel. Dentro, todo era oscuridad. Ragnar revolvió frenéticamente entre los enseres de la casa hasta que encontró un escudo y un hacha. Rápidamente, lo ajustó a su brazo y sopesó el arma. Se sintió un poco mejor, pero todavía no tenía muy claro que iba a hacer. Lo que acababa de ver ya era una presencia que se agolpaba en su cerebro y no le dejaba razonar.
Recordó la mirada de horror en la cara del padre de Otik, y también al viejo tabernero Theobalt tirado entre la basura, con la tapa de cabeza levantada y los sesos esparcidos. Recordó la horrible herida palpitante en el pecho del herrero Talath. Cosas que en su momento no había reconocido le quemaban ahora la cabeza. Las lágrimas humedecieron sus mejillas. Esto no era el tipo de batalla que él había esperado; no era como las que cantaban los eskaldos. Era la brutal masacre de un pueblo desarmado por parte de un enemigo mortal.
Sin embargo, una pequeña parte racional de su mente le decía que era realmente una batalla. Siempre había en ellas muerte, agonía y heridas terribles. Los contendientes rara vez jugaban limpio y eso terminaba en muertes horribles. La cuestión más peliaguda era decidir lo que iba a hacer ahora. ¿Iba a quedarse cobardemente dentro de la cabaña como un perro apaleado o iba a salir y enfrentarse a la muerte como un valiente? Sabía que tenía poco donde elegir. Lo más probable es que acabase muriendo de todos modos, y era mejor encontrarse con los espíritus de sus ancestros cubierto de heridas y con el arma firmemente apretada en la mano muerta y fría.
Pero, a pesar de todo, algo le impedía hacer lo que sabía que debía hacer. Sus ojos estaban clavados en la aterrorizada muchacha, que sin verter una sola lágrima y con la cara pálida y desencajada permanecía en un rincón. Ella limpió sus lágrimas con el puño de la manga y trato de sonreírle. Era una mueca terrible y Ragnar sintió que se le iba a romper el corazón.
¡Cómo había cambiado su vida en cuestión de minutos! Hacía menos de una hora había sido completamente feliz. Él y Madai habían yacido juntos y las cosas parecían tomar el rumbo acostumbrado en el poblado. Se habrían casado, habrían tenido hijos y habrían vivido su vida juntos. Ahora, ese futuro se les había ido de las manos, como si alguien le hubiera prendido fuego realmente. Todo lo que quedaba era la sangre, las cenizas y tal vez la vida infame de la esclavitud, si sobrevivía. Supo que no podía enfrentarse a eso.
¿Qué iba a hacer? No podía quedarse quieto, porque si lo hacía no haría más que arriesgar la vida de Madai. Podría producirse una pelea, y se sabía de hombres que habían dado muerte a inocentes observadores. Lo más probable es que no la mataran, para que se convirtiera en esposa o esclava de algún Craneotorvo. Así era como sucedían las cosas. Este pensamiento le produjo más dolor del que podía manifestar, pero por lo menos ella seguiría viva.
A pesar de todo, no pudo marcharse, pues el mismo magnetismo que lo había atraído antes hacia la chica, le impedía marcharse ahora. En lugar de eso, se acercó a ella, dejó el hacha en el suelo y tocó su cara con la mano, siguiendo sus rasgos con sus dedos, tratando de memorizarlos para llevárselos con él hasta el infierno si era necesario. De todo lo que le había ocurrido en la vida, ella era lo mejor. Ahora se le partía el corazón al comprender que ya no habría futuro, que sus vidas se habían acabado antes incluso de que las hubieran empezado.
La atrajo hacia sí para darle un último beso. Los labios de los dos jóvenes se unieron en un prolongado beso y, luego, él la aparto.

- Adiós – dijo Ragnar muy entrecortadamente -. Habría sido maravilloso.
- Adiós – respondió ella, consciente de sus costumbres para no impedirle que se fuera.

Ragnar se adentró en la noche incendiada, internándose en el caos de alaridos y de locura. El siguiente encuentro fue con una enorme figura que surgió ante él amenazadora, enarbolando su hacha.

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