Capítulo 1

Ragnar sonrió con nerviosismo y se dijo que aquello era algo sin sentido. Ahora era un hombre. Ya había prestado su juramento de lealtad a los espíritus de los antepasados en el Altar de las Runas. Tenía su propia hacha y su propio escudo confeccionado con los mejores cueros estirados sobre un armazón de hueso. Incluso había comenzado a dejarse crecer el cabello negro para tener el aspecto de uno de los guerreros de su tribu. Ahora era un hombre y no debía tener miedo de pedirle a una chica que bailara con él.
Y sin embargo tenía que admitir que lo tenía, y lo que es peor, no sabía realmente porque. La chica, Madai, parecía estar pendiente de él. Le sonreía de una manera alentadora cada vez que la miraba. Y, por supuesto, la conocía desde que eran niños. No sabía exactamente qué era lo que había cambiado entre ellos, pero algo había cambiado. Incluso desde que él había vuelto de la última cacería, hacía ya una semana, se había producido un cambio.
Miraba a sus compañeros, los futuros guerreros con los que había establecido pactos de sangre, y apenas podía contener la risa. Le parecían niños que intentaban ser hombres. Todavía tenían el bozo de la adolescencia sobre el labio superior. Trataban con gran dificultad de emular el porte de los guerreros adultos, pero seguían sin conseguirlo. Parecían niños jugando a ser soldados, no guerreros propiamente dichos. Y sin embargo no era así. Todos ellos habían salido de cacería y habían empuñado las lanzas esperando pacientemente el momento oportuno. Absolutamente todos habían cazado bisontes y antílopes en las anchas estepas. Todos habían recibido su parte en las cacerías, una parte muy pequeña, había que reconocerlo, pero parte al fin. Según las costumbres de su tribu, eran hombres.
Era una tarde del otoño tardío y hacía un tiempo estupendo, Se celebraba el Día del Recuerdo, el primer día de la última centena del año, el comienzo de la corta estación otoñal cuando el clima, durante un brevísimo período, se volvía bonancible y el mundo estaba en calma. El Ojo de Pelor se iba haciendo cada vez más pequeño en el cielo. El período de las sequías y las ocasionales tormentas estivales casi se había acabado. Antes de que se dieran cuenta, vendrían las nieves y caería sobre el mundo el largo invierno, a medida que se empequeñeciese más el Ojo de Pelor, el Aliento de Skadi helaría el mundo y la vida se haría inevitablemente más dura.
Alejó de su cabeza ese pensamiento, diciéndose que no era el momento de pensar en esas cosas. Era el tiempo de las fiestas, y de estar alegre y de casarse mientras el tiempo era bueno y los días largos. Miró alrededor y se dio cuenta de que todos estaban poseídos por la alegría. Las chozas habían sido cubiertas con pieles nuevas. Las paredes de madera del Gran Salón habían sido pintadas de rojo y blanco brillantes. En el centro del pueblo se levantaba una enorme pira de madera sin encender. Ragnar podía percibir el olor mentolado de las hierbas que perfumarían el aire cuando se le prendiese fuego. Los cerveceros ya estaban arrastrando grandes barriles al aire libre. La mayoría de la gente todavía estaba trabajando en los últimos preparativos, pero Ragnar y sus amigos acababan de llegar de su última cacería y estaban ociosos. Todo ese día iba a ser festivo para ellos y no tenían nada que hacer más que gandulear ataviados con sus mejores galas. Los habían echado de sus cabañas para que sus madres pudieran barrer y limpiar. Sus padres estaban ya en el Gran Salón contando historias de la gran batalla contra los Craneotorvo. En la lejanía podía oírse al eskaldo afinando su instrumento, y a sus aprendices tocando ritmos básicos en los tambores con los que habrían de acompañarlo.
Un enjuto perro se le cruzó en el camino y lo miró amigablemente. Ragnar se le acercó y lo acarició detrás de las orejas, sintiendo el calor de la piel que ya se estiraba preparándose para el invierno. El perro le lamió la mano con su lengua áspera y luego se marchó calle abajo, corriendo por el puro gusto de hacerlo. De repente, Ragnar supo cómo se sentía, aspiró una profunda bocanada de aire fresco y sintió la necesidad de aullar por el puro placer de estar vivo. En lugar de ello, se volvió hacia Otik, lo alcanzó, le dio una bofetada en la oreja y gritó:

- ¡Tig! Ése eres tú -.

Luego echó a correr antes de que Otik tuviera tiempo de reaccionar. Al ver que había empezado el juego, los demás amigos se dispersaron, corriendo entre las cabañas y la gente atareada, lanzando pollos cacareantes al aire. Otik se lanzó a la carrera tras él, desafiándolo a voz en grito.
Ragnar se dio la vuelta en redondo, perdiendo casi el equilibrio al hacerlo, y le hizo frente a Otik. Su amigo se abalanzó sobre él con el brazo estirado. Ragnar le permitió que casi lo alcanzara con el puño antes de darse la vuelta otra vez y echar a correr. Torció a la derecha y se internó en una callejuela estrecha, se inclinó a la izquierda para evitar el choque con uno de los barriles de los cerveceros y, en esa maniobra, su pie resbaló en un cenagoso retazo de hierba y cayó al suelo. Antes de que pudiera levantarse, Otik se abalanzó sobre él y luchó a brazo partido sobre el suelo como niños juguetones. Rodaron sin parar cuesta abajo hasta que oyeron un griterío femenino y tropezaron con algo. Ragnar abrió los ojos y se encontró mirando la bonita cara de Madai. Ella se arregló la trenza cuando fijó en él su mirada y luego sonrió. Ragnar le devolvió la sonrisa y sintió que se ruborizaba.

- ¿Qué estáis haciendo? - preguntó Madai con su aguda pero dulce voz.
- Nada - respondieron a una Ragnar y Otik para, acto seguido, echarse a reír a carcajadas.