Capítulo 3

Ragnar observó como el Gran Jarl Henk encendía la enorme almenara. La tea ardiente sostenida por el jefe de la tribu se precipitó sobre la madera untada de aceite y las llamas se elevaron hacia lo alto como demonios danzantes en cuestión de segundos. El olor de las hierbas aromáticas inundaba las callejuelas y el calor de las llamas hizo que su cara se enrojeciera. Miró alrededor y vio que todos los habitantes de la aldea se habían reunido en torno a la hoguera y miraban fijamente cómo el jefe desempeñaba sus obligaciones ceremoniales.
Henk blandió su hacha, primero hacia el Norte, hacia Mithrim y hacia la Gran Montaña de los Dioses, luego hacia el Sur, como desafío a los demonios que moraban allí. Levantó el arma por encima de su cabeza, sosteniéndola con ambas manos, y se situó de cara a poniente. Lanzó un poderoso grito al que se unió la muchedumbre, alabando e invocando la protección de la naturaleza para un año más, como habían hecho año tras año desde que la suerte les había sonreído otorgándoles la victoria.
Cuando el jefe concluyó la ceremonia y volvió al lado de sus guerreros, el anciano eskaldo Veleriand avanzó cojeando hasta quedar iluminado por la luz de las hogueras e hizo un gesto pidiendo silencio. Sus aprendices lo seguían portando sus instrumentos y empezaron a acompañar sus palabras con un ritmo suave.
Veleriand levantó el arpa y pulsó algunas cuerdas. Sus dedos se movían con elegancia entre las cuerdas mientras permanecía distraído por un momento, como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos. En sus labios finos y pálidos se dibujo una sonrisa, en tanto que la luz del fuego iluminaba cada uno de los pliegues de su arrugada cara y convertía sus ojos en profundos cuévanos. La blancura de su larga barba brillaba por efecto de la luz parpadeante. El gentío esperaba, conteniendo la respiración, que el anciano se decidiese a empezar. La noche que los envolvía estaba en calma. Ragnar miró alrededor y se encontró con la mirada de Madai. Daba la impresión de que ella lo había estado mirando, porque sus ojos se encontraron y ella desvió la mirada, casi con vergüenza, y la clavó en el suelo.
Veleriand empezó a cantar con una voz suave que, sin embargo, sorprendía por su resonancia, y sus palabras parecían fluir al mismo tiempo que el golpeteo de los tambores. Era como si brotara un enorme manantial de memoria dentro de él y hubiera empezado a fluir, lenta pero inexorablemente.
Cantaba La Saga de los Grimfang, su canción ancestral, una obra cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, hacía cientos de generaciones, y a la que cada eskaldo iba añadiendo capítulos. La obra de toda la vida de Veleriand era memorizar esa canción, ampliarla y pasársela a sus aprendices para que ellos, a su vez, se la pasaran a los suyos propios. Había un proverbio antiguo que decía que si el Jarl era el corazón del pueblo, el eskaldo era su memoria. En momentos como éste era cuando Ragnar entendía cuán cierto era.
Por supuesto que no había tiempo suficiente, ni esa ni ninguna otra noche, para cantar todo el relato, por eso Veleriand debía conformarse con algunos pasajes. Aludió al pasar de los tiempos más remotos, en los que el pueblo había navegado entre las estrellas en barcos construidos por los dioses. Cantó a Pelor, que había venido a enseñar al pueblo a sobrevivir en los tiempos oscuros. Cantó relatos de antiguas guerras y de las grandes hazañas de los Grimfang. Llegó al capítulo en el que relataba como les habían arrebatado la aldea a los crueles y bestiales Craneotorvo, y se habían apoderado de ella en un día de sangrientas luchas. En esta parte de la canción, algunos habían proferido gritos de celebración, mientras otros fijaban la mirada en el fuego como si estuvieran recordando a los camaradas muertos y la brutal lucha del pasado. Ragnar se entusiasmo tanto con el relato de este pasaje que apenas oyó el resto de la canción.

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